Hay dos clases de aficionados a la Fórmula 1: los que piensan que no se debe coartar el desarrollo tecnológico de los monoplazas, pues se trata del máximo exponente del automovilismo deportivo (al menos en circuito), y los que estamos de acuerdo en que no todo vale y que el rendimiento de los bólidos ha de ser controlado por el bien del espectáculo y, sobre todo, de los pilotos.
La historia de la F1 está repleta de grandes avances que, llegado el momento, fueron controlados e incluso eliminados. Decisiones polémicas que provocaron las protestas de ciertos sectores del público.
¿Hasta donde puede llegar el desarrollo de un monoplaza de F1?
El límite se sitúa en el punto en el que un coche deja de ser aceptablemente seguro al superar las capacidades de reacción y dominio de un piloto profesional. Límite que en la F1 ha estado a punto de ser superado en más de una ocasión.
El final de la década de los `70 trajo al gran circo espectaculares avances en la aerodinámica. Los “Wing Cars” conseguían impresionantes velocidades de paso en curva al ir presionados contra el suelo gracias al diseño del fondo del vehículo en forma de ala invertida.
Sin olvidar el Alfa Romeo equipado con ventiladores para extraer el aire de debajo del coche con el que Niki Lauda consiguió la victoria en su única participación en competición. Pero cuando el efecto suelo desaparecía, lo hacía de forma tan repentina que al piloto no le quedaba ninguna opción más que encomendarse a todo el santoral.
Los años ´80 siempre serán recordados como “la era del turbo”. En cuanto Renault consiguió sus primeros éxitos, quedó meridianamente claro que nadie podía aspirar a un papel digno en la F1 sin contar con esta tecnología.
De motores de 3.000 c.c. que rendían algo más de 600 C.V. se pasó a motorcitos de 1.500 c.c. que, gracias al turbocompresor, llegaron a alcanzar potencias de más de 1.200 C.V. Incluso se aseguraba que los motores de calificación ( que apenas aguantaban unas vueltas) coqueteaban con la mágica cifra de 1C.V. por centímetro cúbico. Al final, la FIA no tuvo más remedio que poner fin a esta loca carrera de caballos desbocados.
La década de los `90 marcó el comienzo del reinado de la electrónica y la informática. Los ordenadores controlaban en tiempo real, cualquier parámetro del vehículo (temperaturas, consumos, presiones, etc.) y, mediante la telemetría multicanal interactiva, podían actuar sobre ellos según las circunstancias de la carrera.
La suspensión activa, con el ABS y el control de tracción, también se perfeccionó temporada tras temporada. Incluso el momento de repostar y cambiar neumáticos es decidido por un ordenador.
Ahora imaginemos que no hubiera habido restricciones: Fernando Alonso se situaría a los mandos de un imponente cohete para asfalto con una potencia descomunal, una capacidad de agarre rayando en la magia y una electrónica capaz de tomar decisiones más rápido que él y enmendar sus errores de pilotaje.
Mejor dicho, de no haber habido restricciones al desarrollo tecnológico, un piloto actual se sentaría cómodamente dentro del cockpit para observar, in situ, como el coche es capaz de completar un G.P. en tiempos de vuelta rápida sin necesidad de intervención humana.
Está claro que la F1 tiene que mantener su primacía en cuanto a desarrollo tecnológico, pero ahora sus esfuerzos deben dirigirse a buscar alternativas energéticas. De no hacerlo, es posible que acabe sucumbiendo ante otras “Fórmulas” más sostenibles.